Todos tenemos un límite. El límite que te mueve. Un punto de no retorno. Un punto que si dejamos lo arrollen, nos estamos traicionando a nosotros mismos, a nuestros valores, a nuestras creencias más arraigadas. Un punto que defendemos con las uñas y con los dientes, si es necesario, y que, lo traspasan, hace que la indignación crezca como un tsunami dentro de nosotros.

Esta reflexión me ha llegado después de ver el vídeo que incluyo ahí arriba. Las diez iniciativas que más firmas han recogido en Change.org se han unido para hacerles llegar a los principales partidos políticos españoles cuáles son sus peticiones. Qué  consideran justo, necesario, de recibo. Para ponerles un límite y decir “hasta aquí habéis llegado y ahora nos toca hablar a nosotros, ahora toca que nos escuchéis”.

Los límites son necesarios. Si no ponemos límites, nos acaban barriendo como colillas. Siempre hay personas que no te ven. O que si te ven es para verte como un mero objeto que pueden usar. Hay personas que lo hacen y no son conscientes de ello. Y hay otras que lo hacen con plena conciencia.

La mejor manera de evitar que esto suceda es poniendo un límite, una mano en alto que de forma clara y firme diga “hasta aquí puedes llegar”. Establecer un espacio de seguridad propio, en el que esté claro hasta dónde puedo llegar yo y hasta dónde puedes llegar tú, con unas fronteras móviles, por supuesto, porque a medida que una relación evoluciona esas fronteras también evolucionan y pueden ensancharse o pueden menguar.

Lo interesante, al menos desde mi punto de vista, es observar dos cuestiones. La primera si somos o no capaces de poner límites. A veces cuesta porque pensamos que poner un límite es ser autoritario. O porque creemos que si decimos ‘hasta aquí’ vamos a perder una oportunidad y, en definitiva, van a dejar de querernos.

Y la segunda cuestión a observar es qué sucede cuando me invaden ese límite. ¿Me defiendo? ¿Saco los dientes y las uñas? ¿Protesto y me indigno como los diez protagonistas de la campaña #cambiandolahistoria?

Una de esas diez iniciativas de la campaña es la de #yonorenuncio, impulsada por el Club de las Malas Madres, un club que conozco bien porque tengo la suerte de colaborar con ellas escribiendo sobre desarrollo personal. Laura Baena, la fundadora del club, se dio cuenta de que era imposible conciliar maternidad y trabajo, se fue del trabajo y poco a poco ha formado esta comunidad emocional compuesta por más de 100.000 madres que estamos diciendo en voz alta y firme “hasta aquí”.

Estamos gritando que nuestro derecho es trabajar a la vez que criar a nuestros hijos, que no tenemos porqué elegir una cosa u otra. A Laura le pusieron un límite y ese  límite lo ha transformado en un catalizador, en un motor que mueve su club y que ha unidad a miles de madres de todo el mundo que están gritando alto y claro “hasta aquí”, y todo ello usando el humor como principal palanca de cambio.

¿Ves qué bello y constructivo puede ser creer en tus límites, defenderlos y luchar por ellos?