Nunca he sentido que por ser mujer sea menos o tenga menos oportunidades. Tampoco he sentido que haya cosas que no puedo hacer, que no merezco realizar o que están fuera de mi alcance por ser mujer. Siempre he pensado que mi género no implica ser más o ser menos: he trabajado duro para llegar al lugar al que he querido llegar y punto.

Si echo la vista atrás, sin embargo, sí que recuerdo cómo cuando aún era una niña tuve una época en la que quería ser un niño. No me molaba nada eso de ser una niña. Tenía claro que ser niño era mucho más divertido. Cuando me preguntaban el porqué quería ser un niño estaba cargada de razones: los niños jugaban al fútbol y a mí me encantaba jugar al fútbol. También podían jugar a policías y ladrones, ir rápido con las bicicletas, pelearse, moverse, correr, jugar, gritar, ser fuertes…

Para mí los juegos de niñas eran aburridos con solemnidad: eso de jugar a las casitas con tazas de té imaginarias, esperando a papás que venían del trabajo, no me gustaba nada. Lo que a mí me gustaba era estar en la calle, explorar el campo que había debajo de mi casa, jugar a las canicas, chutar fuerte al portero en un partido de fútbol para marcar muchos goles.

Por ser niña no quería perderme esa parte intensa de la vida, así que decidí vivir haciendo lo que hacían los niños.

Y ese vivir haciendo lo que hacían los niños me llevó hasta el atletismo, a lanzar peso y disco. Pero lo que a mí se me daba era lanzar martillo. Por aquella época, estamos hablando de finales de los 80, las mujeres no podíamos lanzar martillo, ni saltar pértiga, ni correr obstáculos. No me preguntéis por qué, pero por ahí sonaban excusas tan extrañas como que los ovarios podían descolgarse si saltábamos con pértiga.

Por ser mujer yo no podía hacer lo que quería hacer y se me daba bien y lo que quería y se me daba bien era lanzar martillo, ni más ni menos. Aquello cambió y durante los últimos años en los que el atletismo fue importante para mí pude dedicarme a tirar una bola de cuatro kilos de peso con un cable todo lo lejos de lo que era capaz de mi cuerpo. Llamadme simple, pero a mí aquello me daba una felicidad tremenda,  y no por nada, si no porque ver volar un artefacto así más allá de los 40 y pico metros es algo que me encantaba.

Luego llegó el periodismo, la que ha sido mi profesión durante más de 15 años. Tampoco he sentido que por ser mujer tenga menos oportunidades como periodista. Además de en algún que otro medio local trabajé en un agencia de noticias nacional y en un periódico también nacional. Podía dedicarme a lo que me gustaba y aquello ya era un logro.

La mayoría de mis compañeras han sido siempre mujeres. Con algunas me he llevado bien, con otras no, pero sí que me quedo con la pena de no haber tenido jefas mujeres. Sí que tuve una pero, cosas de la vida, ella tenía sobre sí un jefe hombre, así que no cuenta demasiado.

Quienes no sepáis cómo es la estructura de las redacciones os puedo contar que se asemejan a la de los ejércitos, con soldados rasos (los plumillas entre los que me he encontrado la mayor parte de mi vida), algunos sargentos (jefes de sección), capitanes (los que ejercen labores de coordinación un poquito más arriba) y capitanes (los directores).

Como en el ejército, los capitanes, no sé por qué, suelen ser hombres. De hecho, en mi época en los medios creo que no había ninguna mujer directora de periódicos cuando, mira tú que curioso, la mayoría de los soldados rasos éramos mujeres.

Por ser mujer nunca he sentido que sea menos en esto del periodismo. He trabajado lo mismo que mis compañeros, sacado temas igual de interesantes, echado las mismas horas pero mira tú por dónde, se ve que eso de coordinar no estaba hecho para mí. Bueno, sí lo estuvo hecho durante algunos años, pero se ve que lo que no estaba hecho para mí era eso de cobrar más por coordinar.

Por ser mujer nunca he sentido tampoco que tenga menos oportunidades en este mundo al que me dedico ahora del desarrollo personal. Sí que en los últimos meses llevo dándole vueltas a una idea que me resulta cuanto menos inquietante: en cualquier taller de este tipo, nosotras somos entre el 60 y 70% de participantes. Sin embargo, a la hora de fijarnos en los profesores que los imparten, creo (aquí no tengo datos para corroborarlo, nace de mi observación) que el porcentaje de hombres es mucho mayor que el de mujeres. Con todo, tengo la sensación de que es en el ámbito en el que me he movido hasta ahora en el que las mujeres cogemos con más naturalidad nuestro sitio.

Y ahora, que ando dejando que salgan las canas porque me apetece ver cómo estoy con ellas y tomar conciencia de cómo soy físicamente en realidad (llevo echándome tinte desde hace casi 20 años) tampoco siento que por ser mujer no me las deba dejar, a pesar de que alguna que otra congénere ya me ha dicho que no me queda bien o que con lo mona que yo estaba con mi pelo negro (y tintado, añado yo)

Por ser mujer, en definitiva, nunca he sentido que sea menos, ni que sea más.

Por ser mujer nunca he sentido que tenga que esforzarme más, ni demostrar más, ni luchar más.

Simplemente he hecho lo que quería hacer y punto.

Aunque, pensándolo bien (y lo que sabéis de esto del eneagrama me entenderéis) mi pecado, punto ciego o como quieras llamarlo tiene mucho que ver con la ignorancia de no querer ver lo que en realidad hay.