Una de mis mayores enfermedades es el afán de control. Hasta hace poca era incapaz de decir, aunque sea en momentos contados, ‘no controlo nada’. Soy de esas personas que necesita tenerlo todo controlado: si publico este post al rato me voy a Google Analytics para comprobar en vivo cuántos los estáis leyendo, vuestro tiempo de permanencia en la página y qué otras páginas de Viventi visitáis. Esa es la manera de saber si os gusta o no, desde mi punto de vista, claro.

Cuando voy al gimnasio también soy de las frikies del pulsómetro: compruebo cada rato las pulsaciones para saber que estoy en la zona exacta en la que debo estar para gastar las calorías que ese día me he propuesto gastar. Ni una menos ni una más. Por no hablar de cuando tengo que entregar algo por escrito y me repaso 20.000 veces el mismo texto para comprobar que no hay ni una sola errata.

Aunque mi calvario real surge en el día a día, en los pequeños detalles, cuando me empeño en que mi fregadero esté siempre sin platos sucios o cuando programo con antelación todo un mes de actividades pensando (¡ay, optimista de mí!) que las voy a cumplir. Sí, el control es una de mis mayores obsesiones y lo peor es que no es algo nuevo. Por el contrario, es una enfermedad que he padecido durante mucho tiempo… El intentar tenerlo todo controlado.

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Fotografía de Robert Doisneau

¿Cuántas veces me he dicho interiormente ‘lo tengo todo controlado’ antes de iniciar, por ejemplo, un taller o una sesión de coaching? Alguna que otra. Sin embargo, mi gran descubrimiento durante los últimos años ha sido el descubrir que el verdadero control está en la falta de control.

Sí, aunque parezca enrevesado, así es. Y lo repito, entre otras cosas, para creérmelo: el auténtico control está en saber que, en realidad, no controlas nada, en aceptarlo y en ser capaz de seguir hacia delante suceda lo que suceda.

Una gran maestra de esa realidad fue mi experiencia com periodista. Los periódicos, como el pan, se hacen todos los días. Y no me refiero al periódico digital que se construye sobre la marcha; me refiero al de papel, al que queda con letra impresa grabado para las hemerotecas. Cuando tienes que hacer un periódico, depende de mucha gente: desde el fotógrafo que te tiene que mandar esa foto que necesitas para portada hasta del compañero que le toca escribir el tema de apertura o del que ha estado cubriendo esa rueda de prensa del alcalde y tiene que interpretar el enrevesado presupuesto municipal para este año, por no hablar del colaborador que siempre manda al filo de la hora de cierre el artículo de opinión.

Por si esto fuera poco, dependes de algo que se escapa a cualquiera (excepto a Dios, si crees en él, claro): la propia vida, la realidad, el ritmo de los acontecimientos, al igual que los niños de la foto dependen de que el conductor espere a que pasen. Más de una vez me ha pasado que cuando pensaba que el periódico ya estaba casi cerrado, sonara el teléfono o saltara un teletipo con el típico suceso que no puede esperar: incendio en un hotel, accidente de tráfico con varios fallecidos, declaraciones de última de cierto político que hay que meter sí o sí.

La vida no se puede controlar. Tiene su propio ritmo, su idiosincracia y lo único cierto es que todo puede cambiar en un segundo, sin que te des cuenta. Para mí aceptar esta realidad ha sido ceder, dejar de apretar y dejar el control de la vida en la propia vida.

¿Qué puede hacer yo? Lo único que puedo hacer es pasar de intentar controlar la vida a vivir yo con control, con conexión con mi interior, con mi fortaleza, con quien soy. Así, si por ejemplo, en un taller alguien me pregunta por algo que no he estudiado ni he visto puedo responder con franqueza y decir ‘no lo sé, aunque, por mi experiencia, yo lo haría de esta manera’.

Así se vive con más calma, más tranquilidad, más coherencia, con menos intranquilidad, menos prisas y mucho menos estrés. ¿Te animas a probarlo?